jueves, 15 de septiembre de 2016

La zona Z1, o el día del carnet de conducir.

Ilustración original: Aude Picault

Si hay alguien que en este mundo desea (y necesita desesperadamente) polvos Flu, ese no es Harry Potter. Esa soy yo.

No es sólo un capricho. Bajo mi punto de vista es una cuestión de autoconservación y de seguridad nacional.

Mi relación con los coches no ha sido lo que los anuncios prometen. Si he estado destinada a trabajar en Mordor 8 años, durante mi adolescencia estuve condenada a vivir en Narnia. Lo que ha hecho que durante toda mi vida haya deseado la autonomía que sólo un automóvil te presta.

- Carol, tienes el parachoques roto.
- ¿Tengo un parachoques? -Mi cuñado Pérez, el novio de Gabi, el loco del motor me mira con los párpados a media asta y la boca apretada…- Oh...

    En el taller.

    - Hola, vengo porque mi cuñado me ha dicho que tengo el parachoques roto. -Ojitos de Bambi “oh, ayudame Obi Wan Kenobi, eres mi única esperanza”. El mecánico saca pecho y se envalentona. Ya es mío.
    - Buenos días señorita, veamos. Efectivamente la pieza se ha roto por dentro. Algún cafre habrá aparcado mal… (ojos en blanco) es muy frecuente. - La presunta cafre presente agita la mano quitándole hierro al asunto.
    - Oh, vaya… pues quería arreglarlo, porque no sea que se caiga, por ejemplo en mitad de la autopista y tengamos un disgusto…
    - No no, tranquila, caerse no va a caerse. Desgraciadamente el seguro no cubre esta clase de arreglos, tendría que abonar usted la reparación y estas piezas rondan los 300€
    - Pero entonces… ¿no se va a caer?
    - No.
    - Pues no me preocupa mucho arreglarlo…
    - Si, debe arreglarlo, porque está roto.
    - Pero… no hace que el coche sea poco seguro ¿no?
    - No. Pero es que está roto.
    - Y estéticamente… no se aprecia…
    - No.
    - Entonces ¿que sentido tiene arreglarlo?
    - Esta roto…
    - Pero…
    - Roto.

      Y así todo. Arreglar el parachoques del coche a mis ojos viene a ser como un blanqueamiento anal. Cuestión de coqueteria.

      Todo empezó el día que me saqué el carnet. Si en Madrid el abono transporte ronda el precio de ponerte tetas, es porque las prestaciones que dan, lo merecen. Que no se en qué estaba pensando yo.

      Canción: Carros de fuego.

      Alarma. 8 de la mañana, infarto. El coche de la autoescuela salía hacia el centro de exámenes a las 8.00. Yo me incorporo en la cama como cuando el prota de la película vuelve a la vida 2 segundos antes de la hipoxia cerebral. Cogiendo aire. Sujetándome el pecho como cuando a mi abuela le cuentan un chisme. Ojos desorbitados y la cara cartografiada por las sábanas.

      Correr por la calle a 4 grados, mientras te subes los vaqueros y el sujetador sobresale de tu bolso como un blasón medieval no es la idea que tiene uno de centrarse para una prueba que cuesta lo mismo que tu año entero de universidad. Y no se porqué eché a correr… instinto de supervivencia supongo, porque imaginaba que iba a tener que hacerlo igualmente cuando mi madre se enterase de que no me había presentado (ella no lo pagaba, pero hay cosas que hacen que mi madre justifique el “yo te traje a este mundo, yo te puedo sacar”). 

      El taxi desde la autoescuela me costó 50 euros. Con 18 años creo que era la cantidad más alta que había sacado jamás de mi cuenta  joven. Si no hubiera sido de débito, hubiera jurado que ni siquiera había tanto. Lo absurdo fue correr 20 minutos (así eran las distancias en Narnia) hasta la autoescuela y de ahí cogerlo, si hubiera tenido riego, habría llamado al taxi desde casa y así al menos me hubiera puesto el sujetador el privado, y habría tenido la posibilidad de llevar calcetines y no perder 10 de mis 20 uñas.

      En el centro de exámenes mis compañeros se frotaban las manos nerviosillos… Yo terminaba de abrocharme la ropa interior y me auto diagnosticaba una severa crisis asmática, cuando otro pensamiento atravesó mi mente. ¡NO! una cálida humedad se extendía en mi entrepierna. ¡¡¡NO!!!
      Pero, claro: si.

      “Mi amiga la roja” soltó una risilla malévola mientras yo, sentada en el vater barajaba si era mejor entrar en estado de negación y salir por la puerta del baño a golpe de melena, o enrollar 15 metros de papel higiénico a mis bragas y lucir un atrevido pero informal look transexual durante todo el examen. No pude pensar más porque mi útero se arrancó por bulerias sabedor de que no llevaba ibuprofeno encima, y comenzó su clase de zumba infernal sin esperar pareja de baile.

      “La boda roja” fue un cumpleaños temático de Dora la exploradora comparado con aquella hora de examen. Fue una suerte que estuviera sentada sobre 400gr de celulosa para que Móstoles no anunciara su primer posible caso de ébola 14 años antes. 

      Suspender el teórico (por primera vez) se convirtió en el dato más superfluo de aquellas 10 horas. En 1999 te daban la nota 40 minutos después de haber hecho el examen. Así podías empezar a llorar allí mismo y a calcular que repitiéndolo sólo podrías permitirte el pack de 5 clases prácticas que incluía la matrícula, y ni una más, convirtiéndote en una potencial asesina vial involuntaria, como los yonkis del metro: “por circunstancias de la vida…”.

      A pesar de que pensaba salir de Móstoles en un brillante Maserati y mis Ray Ban de piloto tras aprobar mi teórico, milagro de los milagros no cogí calcetines pero si mi abono transporte durante la precipitada huida de mi hogar.

      Me costó 20 minutos llegar arrastrándome con mi Tena Lady improvisada, a la parada de autobús más cercana, ya que estaban de obras en la carretera y habían desplazado la que había a las puertas del centro. A pesar de que Narnia tenía zona W3 por lo menos, cuando subí al autobús, el amable conductor me informó de que al desplazar la parada, cambiaba la zona, y que esa era zona Z1. Hubiese podido pagar en metálico de no haberle dado 50€ al taxista que transportó a una adolescente histérica, semidesnuda y premenstrual 3 horas antes. 
      También hubiera podido sacar un arma y disparar a ese cabrón. Por eso en España no reparten las licencias como en Massachusetts, porque nuestro fuego latino no entiende de autobuseros que cumplen con su deber y tienen mujer e hijos en casa: "Paco, vas a morir".

      Tardé cerca de una hora en recaudar dinero para pagar al siguiente autobús que tuviera a bien pasar por aquel inhóspito descampado, muchísimo más de lo que tardó en saturarse mi Dodotis de Tarzán transgénero.


      Voy a ahorraros los detalles de cómo 2 atractivos jóvenes con dientes de oro, empadronados en alguna aldea de los Cárpatos se ofrecieron a llevar mi mochila al bajar en Principe Pío. A llevársela para siempre, claro.

      El segundo taxista de ese día, me llevó a casa de mi abuela (para pagar el taxi a Narnia hubiera tenido que prostituirme hasta Pascua, y literalmente, "no tenía el chichi p’a farolillos”…) de buena fe, ya que recogió a una atractiva joven con al menos todos los dientes, empadronada en alguna aldea de Narnia, y sin un puto duro encima.

      Mi móvil (que no iba en la mochila) empezó a vibrar. “Llamada entrante: mamá”:

      - ¡Hola Carol! ¿que tal te ha ido el examen?! No he podido llamarte...¡¡¡¿NO TE HABRÁS DORMIDO?!!!

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